OPINIÓN

     

La ética del esclavo en España

España es uno de los lugares del planeta en donde hay más pacifistas de salón. El discurso, monótono. Dos modalidades, grosso modo. Por un lado, los ingenuos partidarios de la paz universal que no entienden que haya guerras en el mundo y mucho menos en la vieja y culta Europa. Por otro lado, los partidarios de la capitulación de Occidente en beneficio de los regímenes comunistas o autocráticos. Unos y otros –ingenuos y entreguistas- suelen argüir que no están dispuestos a respaldar la política internacional norteamericana ni a satisfacer los intereses del complejo industrial-militar estadounidense. Unos y otros suelen coincidir en una máxima y en una reflexión. La máxima: la paz es un valor universal. La reflexión: no a la guerra.  

Contrariamente a lo que suele creerse, la paz, como valor en sí, surge después de la Segunda Guerra Mundial tras la terrible experiencia del nazismo e Hiroshima. Al respecto, no son pocos los pensadores que, a lo largo de la historia, afirman –continúan afirmando- que la paz no puede ser considerada como un valor absoluto y universal. En determinadas ocasiones, la defensa de la libertad y la vida digna –esos son los dos grandes valores absolutos y universales empíricos del género humano- justificaría la existencia de lo que se denomina “el derecho a la guerra”.

Un derecho que aparece ya en San Ambrosio (De la fe, 377), San Agustín (Las Confesiones y La Ciudad de Dios, 400 y 410), Santo Tomás (Suma Teológica, 1266) y Grocio (Del derecho de la guerra y la paz, 1625) continuando en nuestro tiempo  con John Rawls (Teoría de la justicia, 1971), Michael Walzer (Guerras justas e injustas, 1977), Ágnes Heller (Juicio final o disuasión, 1985) o Michael Ignatieff (El mal menor, 2005). Una guerra que, al modo tomista clásico, es justa cuando concurren el ius ad bellum (legítima defensa ante la agresión) y el ius in bello (proporcionalidad en la respuesta).

La paz a cualquier precio abre las puertas a la ética del esclavo. Un comportamiento que algunos filósofos -Cornelius Castoriadis,  por ejemplo- tildan de zoológico. Un comportamiento primario. La paz del cementerio. Un silencio inerte. La rendición. ¿Cómo hay que actuar frente a regímenes tiránicos y genocidas? ¿Alguien se atreve a condenar que los aliados declararan la guerra a la barbarie nazi? ¿Hay que aceptar la condición de cautivo no deseado por amor a la paz? ¿Hay que resignarse a la invasión de quien ilegalmente desea ocupar territorios y de quien pretende eliminar Estados democráticos? En determinadas circunstancias, la paz, sin más, es un pecado por omisión.

El pacifismo –como ocurre con el ecologismo, el feminismo, el animalismo o el denominado progresismo que todo lo engloba- no es sino una ideología substitutoria –de hecho, el recambio ideológico de los sujetos seducidos y abandonados por la historia- que ocupa el vacío dejado por la crisis, irreversible, del comunismo y el socialismo. De ahí que, en España, por ejemplo, proliferen los ingenuos y los simpatizantes de la capitulación.  La ética del esclavo, se decía antes.  

El discurso monótono de los pacifistas de salón por frustración ideológica e interés particular está ahí: que si España –es decir, la Unión Europea- se ha plegado a la política de Estados Unidos y a los negocios de las grandes multinacionales de igual origen, que si somos los súbditos de una OTAN al servicio del imperialismo yankee, que si la Rusia de Putin solo busca asegurar sus fronteras frente a la amenaza occidental, que si el uso de la fuerza por parte de la OTAN provoca el uso de la fuerza de Putin, que si Israel es un Estado genocida.  

Treinta y cinco años después de la feliz caída del Muro, todavía hay en España quien, a la manera de Putin, añora la grandeza (?) de la Rusia comunista y arremete sin piedad contra la perfidia norteamericana y el capitalismo perverso. También, contra Israel. Sin olvidarse de vapulear a una triste y desprotegida Unión Europea que ni siquiera tiene un ejército propio para defenderse. Una Unión Europea –sin recursos suficientes para hacer frente a la amenaza- que sobrevive gracias a la protección brindada por el amigo americano que algunos de nuestros compatriotas denostan.   

Si los pacifistas no fueran tan obtusos, se darían cuenta de lo obtusos que son. Se darían cuenta de que la guerra de Ucrania es también nuestra guerra y que la intervención militar en Ucrania es una inversión política –también, democrática- de futuro. Lo mismo ocurre con el conflicto de Israel, que también es nuestro conflicto. 

Está en juego el orden/equilibrio/seguridad internacional, la paz mundial, la soberanía nacional, las libertades, los derechos, el futuro de la democracia, el presente y el mañana de la economía nacional e internacional. Occidente no debe hipotecar ni su presente ni su futuro. A eso se llama cultura de la libertad y la seguridad.    

España no puede estar en el cruce de Rusia, Palestina e Irán. Ni puede coquetear –como hace un Pedro Sánchez oportunista, vanidoso e irresponsable que rompe el consenso europeo- con los enemigos de Occidente y la democracia. No hay equidistancia, ni intereses personales, que valgan.

(El Debate, 2/5/2024)

Un pin en el ojal de la chaqueta

La Agenda 2030 –con su logo circular multicolor formado por 17  colores o tonalidades que representan los 17 objetivos de la Estrategia de Desarrollo Sostenible aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas- es un ejemplo de la persistencia de ese género literario que es la utopía. Esa utopía que Herbert Marcuse caracterizó así: “Là, tout n’est qu’ordre et beauté,/ luxe, calme, et  volupté” (El final de la utopía, 1967). Unos versos de Les Fleurs du mal que Charles Baudelaire recitaba a su amada Marie Daubrun al señalarle el país ideal en donde podrían vivir juntos, libres y felices.

Si Charles Baudelaire encontraba la utopía personal en los Países Bajos, si Herbert Marcuse buscaba la utopía colectiva tras una “ruptura con el continuo histórico”; la ONU, superando a Charles Baudelaire y Herbert Marcuse, percibe la utopía en la realización de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). 

Si ustedes leen el Plan de Acción para la implementación de la Agenda 2030. Hacia una Estrategia Española de Desarrollo Sostenible, que adapta a la realidad española los ODS, apreciarán la ambición desmesurada del programa de la ONU y las similitudes formales entre el utopismo onusiano y el utopismo marcusiano que se mueve entre el socialismo utópico y el marxismo contemporáneo de bolsillo.  

La ambición del programa de la ONU: poner fin a la pobreza y el hambre en todas sus formas en todo el mundo, garantizar una vida sana, promover el bienestar de todos, garantizar una educación inclusiva y equitativa de calidad, lograr la igualdad de género y empoderar a mujeres y niñas, garantizar la disponibilidad del agua y el acceso a una energía asequible para todas las personas, promover el crecimiento económico sostenible e inclusivo, promover el empleo pleno y productivo, promover unas infraestructuras resilientes y una industrialización inclusiva, fomentar la innovación, reducir la desigualdad en los países y entre ellos, lograr ciudades inclusivas que sean seguras y sostenibles, garantizar un consumo y producción sostenibles, combatir el cambio climático, y utilizar de manera sostenible los océanos, los mares y los recursos marinos. Ahí es nada.

Ambos buscan un mundo radicalmente distinto, aunque el dúo Baudelaire-Marcuse apele a la consciencia y la ONU lo fíe todo a los  Jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea. El método: unos, se encomiendan a la implosión del sistema y al amor; otro, apuesta por una política que “ponga fin” a la situación. La retórica revolucionaria del marxista y la dulzura del poeta frente a la retórica borrosa de la ONU. Dos discursos que comparten las condiciones necesarias de toda utopía: lenguaje evanescente, hipnotismo populista y la benéfica intención de pasar de la prehistoria de la Humanidad a la historia de la misma. A todos les une la ingenuidad.

Los hechos son tozudos. Por un lado, la revolución anticapitalista marxista –sección ecologista- no existe y el discurso de dos enamorados no da para tanto. Por otro lado, la revolución onusiana que promete la Agenda 2030 nunca llega.

Así las cosas, ¿por qué la ONU sigue apostando por una consciencia prometeica que se traduce en una lógica utópica –la redención exprés del género humano- que va de fracaso en fracaso? La ONU no acepta que la lógica utópica ha perdido la batalla ante la lógica individualista narcisista. El descompromiso ha ocupado el lugar del compromiso. 

La ONU ha de asumir sin complejos la falta de generosidad planetaria, los intereses distintos del Norte y el Sur que se traducen en una polarización igualmente planetaria. A lo que hay que añadir, realidad obliga, especialmente en coyunturas como la actual, los efectos perversos de algunas propuestas. También hay que tener en cuenta los egoísmos de Estado, el hecho de que los líderes políticos suelen utilizar los programas de la ONU para publicitar su aparente solidaridad, y la escasa colaboración de  Rusia, China e India. Ítem más: el mundo no se cambia en 15 años.

¿Qué hacer? Confiar en el discreto encanto de una cínica lucidez liberal que nos enseña que si otro mundo es posible está en éste. Lucidez entendida como la capacidad de dar respuesta razonable a los problemas planteados. Lucidez entendida como cálculo de coste/beneficio y sentido del límite que anuncia la imposibilidad de hacer realidad todos nuestros deseos. Lucidez entendida como crítica de un progresismo biempensante que puede llevarnos al peor de los mundos posibles. Lucidez entendida como denuncia del confort ideológico de quienes creen haber apostado por el bien y no han sido sino los mensajeros del mal. 

Se trata también de no desdeñar un individualismo narcisista –un incivismo imperfecto- capaz -¿por qué no?- de hacer realidad el “altruismo efectivo” de un Peter Singer que cree que la gente sí quiere hacer el bien a los demás. Esa solidaridad egoísta –por autosatisfactoria- que entiende que los intereses de los demás también son mis intereses. Solo así –no únicamente a golpe de ONU- la Agenda 2030 será algo más que unos versos de Baudelaire o un pin de colores que los políticos llevan en el ojal de la chaqueta.   

(El Debate, 29/3/2024)

Las diez falacias capitales del nacionalismo catalán

1. Cataluña es una nación. La falacia originaria. A finales del XIX, el catalanismo/nacionalismo imagina una nación catalana seleccionando características, reales o imaginarias –lengua, identidad, mitos, símbolos, historia, tradición, cultura, manera de ser, etc.-, susceptibles de cohesionar a una parte de la población alrededor de un sentimiento nacional diseñado a la carta. Un ejercicio de manipulación, mitificación, mistificación y reivindicación que nacionaliza determinados elementos “propios” que se opondrán a los elementos “impropios” españoles. La obsesión enfermiza por la diferencia y la exaltación de lo “nuestro”. La afirmación heráldica. La depuración/exclusión del Otro español. El dilema: domesticación o extranjerización.    

2. Cataluña es una nación y España es una nación fallida. La falacia originaria tiene sus secuelas. Un ejemplo: los nacionalismos periféricos sostienen que España es una nación fallida que se habría impuesto/sigue imponiéndose por la fuerza de la represión. El grado omega de la mistificación.   

3. Cataluña es una democracia milenaria. El nacionalismo catalán sigue enfermo de pasado. La Cataluña medieval no era un Estado-nación precoz como asegura la historiografía patriótica nacionalista. La Cataluña medieval –una sociedad estamental- no era una Arcadia feliz y democrática. La democracia milenaria o así emerge el supremacismo catalán. La mitificación de la historia a mayor gloria de la nación a construir o reconstruir.     

4. Cataluña  tiene una identidad propia. El despotismo de la identidad, propio del nacionalismo catalán, margina a los ciudadanos que no cumplen los criterios establecidos por los definidores oficiales de la identidad nacional catalana. A vosotros, nacionalismos catalanes, os invito a salir a la calle para percibir cómo es la gente y escuchar qué lenguas habla. 

5. El catalán es la lengua propia de Cataluña. Pero, si los territorios no hablan. Quien habla son las personas. No se debe coaccionar ni excluir a los ciudadanos de habla española. No se puede marginar la lengua oficial española que es la más usada por la ciudadanía en Cataluña. Se trata, simplemente, de cumplir la Ley. El nacionalismo catalán no se siente concernido por la Ley.  

6. Cataluña es una tierra de acogida. Algunos datos: en los 30 del siglo pasado, en el linde entre Barcelona y Hospitalet de Llobregat, había un cartel donde se podía leer “Aquí empieza Murcia”; en los 60, dos escritores de prestigio -Manuel Cruells y Manuel de Pedrolo- decían de los inmigrantes que “hay que admitir quieras o no esta masa excesiva de forasteros… no lo podemos evitar… es una mano de obra que necesitamos… hay que digerir aunque nos resulten indigestos… los extraños que se meten entre nosotros”;  Heribert Barrera –Presidente del Parlamento de Cataluña en los 80- advierte que los inmigrantes “ponen en peligro nuestra identidad nacional”; y José Montilla –nacido en Iznájar-, cuando accedió a la Presidencia de la Generalitat de Cataluña (2006), fue catalogado como “okupa”. Suma y sigue en la tierra de acogida.    

7. Cataluña es una nación cívica y pacífica. Efectivamente: sabotajes en las vías de comunicación y el transporte, ocupación del aeropuerto, quema de contenedores, intento de bloqueo del Palacio de Justicia de Barcelona, intento de asalto del Parlamento de Cataluña, hostigamiento a la Jefatura Superior de Policía de Barcelona o  lanzamiento de artefactos de índole diversa –piedras, vallas, barras, botes de pintura, huevos o escupitajos- contra las Fuerzas de Orden del Público. Por eso, porque no hicieron nada, tienen derecho a la amnistía y a volverlo a hacer.

8. Cataluña es sujeto del derecho a decidir y de la autodeterminación. La mentira: en el Derecho Internacional Público no existe el derecho a decir. La tergiversación: en las resoluciones de la ONU de 1960, 1966 y 1970 se lee que “ninguna de las disposiciones de los párrafos precedentes [se refiere a la autodeterminación de los pueblos] se entenderá en el sentido de que autoriza o fomenta cualquier acción encaminada a quebrantar o menospreciar, total o parcialmente, la integridad territorial de Estados soberanos e independientes”. Más: “todo intento encaminado a quebrantar total o parcialmente la unidad nacional y la integridad territorial de un país es incompatible con los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas”.

9. Cataluña es víctima de la represión del Estado español. Parece increíble, pero es verdad: el nacionalismo catalán –que mantiene pésimas relaciones con la democracia- no comprende que el Estado de derecho persigue a quien delinque y le juzga con todas las garantías de la legalidad democrática. A la manera de Hans Kelsen: “la policía democrática… hace cumplir la ley… [en] un acto de manifestación de la voluntad colectiva” (Esencia y valor de la democracia, 1920). 

10. El Estado español nos roba. El nacionalismo catalán no entiende que los impuestos los pagan las personas y no los territorios y que la redistribución de la riqueza es una característica esencial del Estado del bienestar. Un nacionalismo que transita por una espiral victimista que va del egoísmo fiscal a la xenofobia pasando por el enemigo exterior que siempre roba a los catalanes. Un nacionalismo que olvida que España, para los catalanes, es la gallina de los huevos de oro que brinda crédito -el rating de la Generalitat ha caído a la categoría bono basura- y enjuaga la deuda de la Generalitat de Cataluña. El hecho diferencial catalán: “dame más”. La Generalitat de Cataluña –generosa- paga con su deslealtad continuada. ¿Qué vendrá después? Ni Pedro Sánchez, su seguro servidor, lo sabe.   

(El Debate, 28/2/2024)         

El futuro de la lengua catalana  

No les crean. Entre las falacias que difunde el nacionalismo catalán –la nación catalana, el ser catalán, la identidad propia, la historia propia, la cultura propia, la lengua propia, el derecho a decidir, el expolio fiscal, la trama contra Cataluña, la deslealtad del Estado, la represión del Estado y otras- destaca la siguiente: la lengua catalana desaparecerá si no se potencia la inmersión lingüística en lengua catalana. Falso. Se lo explico. Les explicaré también la razón del victimismo lingüístico catalán que no cesa.     

La lengua catalana no desaparecerá, porque no se cumplen los requisitos necesarios para su extinción: las interferencias no son unidireccionales, la base territorial no se reduce, en las zonas urbanas –especialmente en Gerona y Lérida- no se produce por ahora una substitución lingüística relevante, un número significativo de jóvenes la hablan aunque son mayoritarios los jóvenes que usan ya el español en el Área Metropolitana de Barcelona, las funciones de la lengua no se reducen y no se degrada el status de la lengua. Además, la lengua catalana es usada –aunque, sea intermitentemente- por quienes están en edad reproductiva, por los ancianos y por los que no la tienen como primera lengua. Si sacamos a colación la Escala Gradual de Interrupción Intergeneracional de Joshua A. Fishman (1991), se llega a parecida conclusión: la lengua catalana se usa –en forma oral y escrita- en la educación, el trabajo, los medios de comunicación y la Administración Autonómica.

(Entre paréntesis: la evangelización identitaria de los migrantes ha fracasado, porque no quieren ser adoptados por la xenofobia nacionalista que pretende introducirles, vía chantaje, en la lengua de la tribu).

A todo ello, habría que añadir –un sinsentido identitario que rompe la cadena de la comunicación- el uso protocolario de la lengua catalana en el Congreso y el Senado, pero no –a pesar de las malas artes de Pedro Sánchez- en la Unión Europea de acuerdo con lo que indica el artículo 1 del Reglamento 1/1958 –adaptado- que fija el régimen lingüístico de la Unión Europea: “las lenguas oficiales y las lenguas de trabajo de las instituciones de la Unión” son las oficiales de los Estados miembros. Y que nadie apele, como hace el nacionalismo catalán, al artículo 8 que habla de “Estados miembros donde existan varias lenguas oficiales”, porque en España, como afirma la Constitución, “el castellano es la lengua oficial del Estado” (CE, 3.1) y “las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos” (CE, 3.2). 

Al catalán no le ocurrirá nada que no le suceda también a otras lenguas: deberá compartir –en mayor o menor medida- su geografía con esas lenguas. No teman por el futuro del catalán: no desaparecerá. Y ninguna política lingüística –por coactiva y fraudulenta que sea- podrá negar la realidad de la Cataluña bilingüe. Al respecto, el nacionalismo catalán arguye que el bilingüismo es una trampa, porque en Cataluña todos los ciudadanos hablan español, pero no todos catalán. Si, de forma reiterada las encuestas señalan que  más del 90 por cien de los ciudadanos de Cataluña entienden el catalán, y más del 80 por cien lo pueden hablar, ¿dónde está el problema? En los hábitos, los intereses y la voluntad de un ciudadano que tiene el derecho a utilizar, sin complejos ni imposiciones, la lengua que prefiera. Entérense de una vez: no es la lengua la que escoge al hablante, sino que es el hablante el que escoge a la lengua.

Dicho lo cual, hay que preguntar la razón por la cual el nacionalismo catalán diseña y propaga -de forma agresiva, reiterada y excluyente- la falacia de una lengua catalana en vías de desaparición si no se potencia la política de inmersión y normalización lingüísticas. Se lo explico.   

En primer lugar, porque, en Cataluña, la lengua catalana no es solo un instrumento de comunicación en sí, sino una herramienta al servicio del llamado proceso de construcción o reconstrucción nacional de Cataluña. Por eso, la política lingüística de la Generalitat de Cataluña relega y discrimina a la lengua oficial del Estado considerándola “impropia”. Lean, extranjera. Por eso, dicha política lingüística quiere substituir la lengua española –eso y no otra cosa busca la inmersión y la normalización- por la lengua catalana.     

En segundo lugar, porque, en Cataluña, la política lingüística de la Generalitat de Cataluña es la herramienta por excelencia de un nacionalismo identitario que convierte la lengua catalana –un potente elemento de nacionalización forzosa- en el eje vertebrador del Ser de la nación catalana. Una política etnolingüística en toda regla. Una política lingüística que impone subrepticiamente la lengua catalana en detrimento –exclusión y sustitución- de una lengua española que, además de ser la más hablada en Cataluña, es la lengua oficial del Estado y cooficial de la Comunidad Autónoma de Cataluña. Una política lingüística que colisiona con la legalidad vigente en el Reino de España, con la filosofía lingüística de la Unión Europea, con los derechos  lingüísticos de la ciudadanía de Cataluña, y con los usos de la política lingüística de la práctica totalidad de los Estados de la Unión Europea.  

Conviene recordar que, en Cataluña, la lengua catalana es el elemento fundamental del programa de ingeniería nacional deliberada diseñado por el nacionalismo catalán. De ahí, la obsesión. A veces, en ingeniería, los errores de cálculo resultan fatales.

(El Debate, 24/1/2024)   

La escuela debe retroceder para conquistar el futuro

Seamos claros: el desplome educativo en España no se explica únicamente –como quieren hacernos creer- por la pandemia, la falta de inversiones, la escasez de recursos, las ratios en el aula, el escaso interés del alumno, el capital cultural familiar, los móviles y la televisión. Hay mucho más.

Sorprende que los quejicas de turno y profesión no señalen también a los pedagogos progresistas y a los sindicatos progresistas de la educación que llevan años enturbiando el asunto. A lo que debería añadirse las asociaciones progresistas de padres y madres de alumnos. Y, por supuesto, la funesta Ley Celáa que empequeñece la no menos funesta LOGSE que legalizó una filosofía educativa que promovía el igualitarismo, reglamentaba la promoción automática de curso, reducía los contenidos, fomentaba la educación en valores progresistas, relativizaba el esfuerzo y  relajaba la disciplina del alumno.  

¿Qué cosa podíamos esperar de una pedagogía llamada progresista –también conocida como escuela nueva, escuela moderna, escuela activa o nueva educación- que relativiza la cultura del esfuerzo, menosprecia el éxito, subestima la memoria y el contenido, limita las horas de matemáticas y lengua en beneficio del ecologismo, el feminismo, la solidaridad o el animalismo, instaura una educación por proyectos que rehúye el conocimiento en nombre del aprendizaje activo, permite que el alumno pase de curso con materias suspendidas, reduce la autoridad del profesor a su mínima expresión e impide que el alumno con actitudes y aptitudes –obligado por decreto a compartir aula con quien no muestra interés en el estudio y dificulta el normal desarrollo de la actividad educativa– adquiera más conocimientos? Y que nadie nos diga que el fracaso escolar no hay que atribuirlo a la Ley sino a su mala aplicación. No es eso.

Si la raíz de la mediocridad educativa que padecemos se encuentra en la filosofía de la LOGSE y la Ley Celáa, así como en el progresismo “buenista” educativo y el desdén de la meritocracia y el éxito; si ello es así, debemos rectificar el camino seguido hasta ahora para recuperar el tiempo perdido y conseguir que los jóvenes superen los déficits a los que la pedagogía progresista les ha condenado. Y, por supuesto, hay que cancelar la coacción lingüística que en Cataluña aumenta el déficit de comprensión lectora y empobrece la lengua escrita. 

De la LOGSE y la Ley Celáa al sentido común. Más objetivos, calidad y ambición. Contenidos, matemáticas y lengua, dictados y reacciones, escritura a mano, control de calidad, meritocracia, disciplina, orden, autoridad, esfuerzo, trabajo en la escuela y el hogar, exigencia, competitividad, búsqueda de la excelencia, repetición de curso si procede, itinerarios y alternativas distintas en función de la capacidad. Más papel y menos pantallas. Menos igualitarismo y más igualdad de oportunidades. ¿Por qué no recuperar la reválida? 

En la anti-autoridad, el igualitarismo y el educacionismo propios de la corrección pedagógica progresista y “buenista” está el problema. Una corrección que ha consagrado tres mandamientos –no respetarás, no destacarás, no competirás– que debemos archivar para que nuestra escuela cumpla su función y alcance el prestigio que se merece.

Hay que archivar la filosofía anti-autoridad, porque la escuela y el profesorado están perdiendo la autoridad necesaria dentro del aula. El aula no es un falansterio. Tampoco un parking. Y mientras el profesor –indefenso- resiste, el buen alumno ve como se retarda el proceso de aprendizaje.

Hay que archivar la filosofía igualitarista que legitima y legaliza la mediocridad al tiempo que margina al alumno valioso. Triste paradoja: se predica la igualdad y se instaura la desigualdad. La pedagogía igualitarista no entiende que los alumnos son diferentes y están distintamente dotados, no entiende que los alumnos manifiestan actitudes diversas, no entiende que selección no equivale a discriminación. La pedagogía igualitarista no entiende que la educación diferenciada es una opción libremente elegida. La pedagogía igualitarista no entiende que la escuela democrática es la que ofrece igualdad de derechos y oportunidades sin penalizar a los más aptos o a los que muestran mejor actitud o resultados.

Hay que archivar la filosofía educacionista, porque privilegia la educación en valores –¿qué valores y quién los establece?– en detrimento de la transmisión de conocimientos. Frente a la llamada vieja pedagogía –intensificación de conocimientos, cultura del esfuerzo, memoria o aprendizaje de reglas– surge la llamada nueva pedagogía según la cual la misión de la escuela es, sobre todo, el trabajo de las emociones y la educación en valores progresistas como la no competitividad. En una sociedad cada vez más competitiva, la pedagogía promueve el valor opuesto. La escuela no ha de buscar la felicidad ni ejercitar el coaching. La escuela ha de transmitir el conocimiento. 

La nueva pedagogía ha condenado a muchos alumnos al analfabetismo funcional, ha logrado que los contenidos disminuyan y se trivialicen, que el esfuerzo se minusvalore. La nueva pedagogía y sus apóstoles han elevado la ignorancia a categoría pedagógica sin, por otro lado, conseguir su objetivo: esa ingenuidad que concibe la escuela como la vía de acceso que conduce a la instauración de la igualdad y la justicia en la Tierra.

Frente a los tres mandamientos de la escuela progresista–anti-autoridad, igualitarismo y educacionismo– hay que reivindicar una educación fundamentada en la disciplina, el esfuerzo y la excelencia. Respetarás, destacarás, competirás.

(El Debate, 18/12/2023)

Por qué retrocede el uso del catalán

Sorprende que la lengua materna de la mayoría de los habitantes de una región –lengua que es la oficial del Estado- sea marginada en la escuela así como en otros ámbitos públicos y privados –Administración, medios de comunicación, información, operaciones mercantiles, señalización viaria y un largo etcétera- de la vida cotidiana de la ciudadanía. Sorprende que la lengua oficial de un Estado no sea vehicular en las escuelas de dicho Estado. Sorprende que, por rotular únicamente en la lengua oficial del Estado, los negocios –todos- sean multados en una región  con “lengua propia”. Sorprende que un gobierno regional incumpla las resoluciones de los Altos Tribunales favorables al uso de la lengua oficial del Estado desde hace veintinueve años (TC, 337/1994). Todo eso ocurre en Cataluña como consecuencia de la política lingüística de la Generalitat de Cataluña. Una política lingüística al servicio de un proyecto político determinado –la denominada “construcción nacional de Cataluña” que se fundamentaría en la “lengua propia” que otorga “identidad propia” al territorio y sus habitantes- que se vale de una “normalización lingüística” y una “inmersión lingüística” que, además de lesionar derechos, implica –imposición de la lengua catalana en detrimento de la lengua castellana o española: un proceso político de substitución y exclusión lingüística- un ataque a la diversidad lingüística  y cultural de España.   

No sorprende el estancamiento del uso del catalán –las encuestas al respecto detectan que el uso de la lengua catalana oscila alrededor del 36 % con una tendencia a la baja- si tenemos en cuenta que el hablante escoge la lengua en función de determinadas variables de orden simbólico y nacional y de acuerdo con  un cálculo racional/utilitario de coste/beneficio. No sorprende el retroceso del uso social del catalán gracias a los anticuerpos generados –también, la antipatía- por la coactiva política lingüística de una Generalitat que ha latinizado el catalán –la lengua del poder- hasta extremos ridículos. No sorprende el fracaso de dicha política lingüística, porque –por ejemplo- el ciudadano percibe que el monolingüismo limita los traslados de la población y las oportunidades de trabajo interregionales, como si de un proteccionismo arancelario se tratara.

No sorprende el rechazo del catalán si tenemos en cuenta que el nacionalismo catalán no respeta los derechos del hablante, no entiende que es el hablante –la elección de lengua es una decisión personal- quien elige la lengua y no al revés y no acepta que quienes hablan son los ciudadanos y no el territorio. No sorprende el fracaso de la mal llamada normalización lingüística e inmersión lingüística habida cuenta que el ciudadano advierte que está ante un doble proceso: la substitución lingüística del español por el catalán y la extranjerización del español al ser considerado como una lengua impropia frente la lengua natural o propia de Cataluña que es el catalán. ¿Cómo normalizar al normalizador? ¿Cómo sumergir en la realidad lingüística a quienes publicitan la inmersión lingüística?           

El nacionalismo catalán –el nacionalismo catalán, tout court– se niega a aceptar la realidad de una Cataluña bilingüe. No entiende que el bilingüismo es un bien que fomentar en lugar de un problema que erradicar. No entiende que el bilingüismo es un patrimonio común. No entiende que los ciudadanos tienen derechos lingüísticos que hay que respetar. Por eso, el nacionalismo catalán se ha instalado en el esencialismo el monolingüismo, el victimismo y el antiespañolismo. El esencialismo que sostiene que Cataluña se levanta sobre una lengua propia que excluye el español. El monolingüismo que quiere imponer la llamada lengua propia como única lengua oficial de facto y de iure. El victimismo –también, chantaje- que inventa un adversario/enemigo al cual se le atribuyen toda clase de maldades. El antiespañolismo de quien desea marginar el español de toda manifestación pública y querría reeducar a los catalanes de expresión española. De ahí, la negación del español como lengua vehicular en la escuela y la marginación del español en la Administración. Propiamente hablando, la política lingüística de la Generalitat de Cataluña –la normalización e inmersión lingüísticas- forma parte de un proyecto político, social e ideológico  ajeno a la educación. Un proyecto en el cual la lengua es un elemento clave. Un proyecto o programa de ingeniería social deliberada. 

Un nacionalismo catalán –noten la refinada perversidad del caso- que quiere imponer el monolingüismo amparándose en la pluralidad lingüística. Una paradoja y un monolingüismo –ese es el objetivo final- que niega la lengua común española con la finalidad de trazar fronteras identitarias y nacionales entre los catalanes y los españoles. Al respecto, la política lingüística del nacionalismo catalán suele justificarse con la idea de la España plurilingüe o la teoría del carácter plurilingüístico  de España. Falso. En España hay una lengua común en todo el Estado –el español- y otras lenguas como el catalán, el gallego o el euskera que son comunes –junto con el español- en determinadas regiones del Estado.   

El retroceso y el estancamiento del uso de la lengua catalana, el fracaso de convertir el uso del catalán en una cosa natural y cotidiana más allá de la lengua materna de los hablantes, así como la hegemonía de la lengua española en Cataluña; todo ello, tiene su explicación: así lo ha querido la ciudadanía catalana. El nacionalismo catalán no entiende, ni acepta, que el uso y la pervivencia de una lengua no se impone, se elige.

(El Debate, 22/11/2023)

La estupidez progresa adecuadamente

El filósofo francés Alain Finkielkraut –soixanthuitard que soñaba y fantaseaba despierto,  discípulo de Roland Barthes, ex izquierdista desilusionado, profesor de Historia de las Ideas en la Escuela Politécnica de París y miembro de la Academia Francesa- es un pensador que genera filias y fobias a partes iguales. Un ensayista sin freno que irrita, también sin freno, al personal a partes iguales. Cosa que ha ocurrido prácticamente con todos y cada uno de sus ensayos. Cosa que ocurre con su último libro titulado La posliteratura (2023).

La hipótesis no refutada por el propio autor: “en La derrota del pensamiento escribí que nuestro mundo corría el riesgo de convertirse en el escenario de un enfrentamiento terrible e irrisorio entre lo fanático y lo zombi. Ya hemos llegado. Lo fanático y lo zombi conviven en la misma obscenidad inmunda”. Así se irrita el personal neofeminista e izquierdista por una parte –vamos a olvidarnos del mundo zombi- y el personal ilustrado, entendido a la manera de la filosofía heredada de la Revolución francesa, por otra parte.    

El problema de nuestro tiempo: el “nuevo orden moral prescrito por la vigilancia y no por el decoro” -propagado por artistas, feministas, progresistas y otros miembros del gremio justiciero del bien entre los cuales se acomoda la prensa soi-disant progresista- que “se ha abatido sobre la vida del espíritu”. El resultado (entre otros ejemplos que hoy se perciben en España): la autoridad del maestro en la escuela se ha arruinado, el profesor se ve obligado a activar el trigger warning (aviso de contenido sensible) cuando explica temas o autores ajenos al progresismo, se ha derogado la distinción ente cultura e incultura, se rehúye el buen uso de la lengua para no ofender y menospreciar a quien no habla correctamente, se practica la escritura inclusiva –niños, niñas y niñes, por ejemplo- para evitar la “exclusión” de las mujeres y las personas no binarias, se proclaman los derechos humanos de los animales, se acusa de provocar desigualdades a quien tilda de intolerante al intolerante, se bendice el escrache y el yudo moral progresista. Y se indulta y amnistía al golpista. ¿Conocen ustedes alguna democracia en la que se indulte a unos sediciosos para, a renglón seguido, amnistiarlos? ¿Conocen ustedes alguna democracia en la que los indultados y amnistiados negocien su indulto y amnistía con el Gobierno?   

Alain Finkielkraut arremete contra el movimiento #MeToo. No porque el autor se muestre favorable al acoso o la agresión sexual –se reconoce el mérito de un #MeToo que ha descubierto los ultrajes de algunos jefecillos-, sino porque el #MeToo culpabiliza por sistema cualquier “comportamiento inadecuado” del hombre sin esperar las resoluciones de la Justicia. Un agravante de género -podría decirse- de aires inquisitoriales que puede conducir a la ley del silencio.    

Para el neofeminismo –dice el filósofo-, así como para los medios afines siempre a su servicio, la mujer “está a punto de subir al trono de la víctima absoluta”. Quizá por eso, el neofeminismo, sin la valoración pausada de los hechos, tilda de misógino o feminicida a quien reclama prudencia y análisis. Y llega la condena: name and shame, es decir, señalados y avergonzados. Por decreto. Sin derecho a la presunción de inocencia y la legítima defensa. Eso sería el #MeToo. ¿Acaso Medea y Lady Macbeth  son puras fantasías misóginas?    

Alain Finkielkraut se rebela contra un neofeminismo que tiene la costumbre de avergonzar al hombre per se, que desfigura la lengua con la peregrina idea de desmasculinizarla, que se olvida de la presunción de inocencia y de que la carga de la prueba incumbe a la acusación. Ante la culpabilidad por decreto ideológico, Alain Finkilekraut reivindica la Justicia que no conoce la verdad, sino que la busca con juicios y preguntas a veces incómodas. Ese Derecho que es el resultado del esfuerzo de la civilización para “arrebatar la justicia de la pasión justiciera” de la masa. No hay que satisfacer por sistema la ira del pueblo o la opinión común dominante. Cuando la moral común entra en conflicto con el Derecho hay que resguardarse de la justicia popular.

Alain Finkielkraut arremete también contra el progresismo fanatizado. Contra esa “izquierditud” o “idiotismo de profesión” –la expresión es de Diderot- que, generalmente de la mano del neofeminismo, diseña una nueva corrección política que se caracteriza por la “ambición mesiánica de moldear el ser humano” y “organizar la ceremonia del odio”.

De ahí, algunas ideas del canon progresista: la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas señala que, para optar a la Mejor Película, ha de haber un actor principal o secundario importante que pertenezca a un grupo racial o étnico como negros, latinos, mujeres, LGTBIQA+ o discapacitados. Más: hay que blanquear el racismo hacia los blancos, hay que debilitar o denigrar la cultura europea, hay que destronar a la música-música en beneficio de los vituperios del rap o el estruendo de la música electrónica o tecno. Y cualquier cosa es cultura. 

Afirma el filósofo: “la estupidez progresa a pasos agigantados”. Concluye el filósofo: “el Estado totalitario ha muerto, el espíritu totalitario permanece.”

(El Debate, 12/10/2023)         

Del progresismo sonriente de Zapatero al progresismo de ocasión de Sánchez

De repente, el péndulo osciló bruscamente hacia la izquierda y apareció el  populismo sonriente –la sonrisa como máscara y el talante y el diálogo como excusa- de José Luis Rodríguez Zapatero: ese discurso demagógico que remueve los sentimientos, emociones, temores, odios y deseos del “pueblo” con el objeto de alcanzar y conservar el poder.

José Luis Rodríguez Zapatero toma la palabra: se trata de “ser auténticos”, de “practicar un nuevo modo de hacer política” que “escuche a los ciudadanos”. De esa “autenticidad”, surge el yudo moral contra el adversario, la derecha como embajadora del mal, el antiliberalismo como oficio, el gasto público que compra votos, las concesiones al nacionalismo. Todo, para mantenerse en el poder arrinconando a la oposición “como sea”, satisfaciendo a sus socios –poco recomendables- “como sea” y agradando a determinados colectivos –frentepopulistas, buenistas, pacifistas de la Alianza de Civilizaciones, ecologistas o feministas- “como sea”. El PSOE deviene un  catch all party. Un movimiento que todo lo atrapa. Así se desdibuja y abandona la idea de la socialdemocracia reformista en beneficio de una suerte de conglomerado llamado –no se sabe por qué- “progresista”.

¿Progresista? ¿De qué estamos hablando? De unos santones que revelan el mal y anuncian el bien. Un progresismo que se autoverifica y autolegitima: dentro, todo vale; fuera, nada vale. ¿Progresismo? Demagogia a la manera de los clásicos griegos: la adulación y agitación del pueblo –también, engaño- en beneficio propio. Y algo más: el narcisismo  del individuo que  “tiende a exagerar su talento y espera ser valorado como una cosa especial” (DSM-III-R).

El progresismo populista o el imperialismo del bien. Un pensamiento único –esa “doctrina viscosa” que es la “única autorizada por una invisible y ominpotente policía de la opinión”, diría Ignacio Ramonet- que finge el diálogo, que no admite la disidencia, que censura, que escenifica el papel de afligido, que nos protege –así se silencia al adversario- de un peligroso enemigo diseñado a la carta. Un pensamiento gaseoso que habla en nombre de la razón universal. Un pensamiento que vigila la ciudad y riñe, avergüenza y excomulga a quienes piensan de manera distinta. La demagogia de colorines que pretende encandilar al ciudadano. Un nuevo establishment disfrazado de antiestablishment que, como Jeremías, solo sabe quejarse y maldecir. Si me permiten la analogía, el progresismo populista y la demagogia son a la política lo mismo que el animismo a la ciencia.

Del populismo sonriente de José Luis Rodríguez Zapatero al populismo de ocasión de Pedro Sánchez. Suma y sigue. El discurso de lo auténtico en beneficio de los ciudadanos, o las clases medias trabajadoras, o los vulnerables, o la mayoría social. El enemigo, el mismo: la derecha y el capital. El método, el mismo: la demagogia y la compra de votos y apoyos gracias al descuento del precio de la gasolina o la entrada en el cine, el ferrocarril gratuito, las subvenciones a granel, los indultos de sediciosos, la supresión del tipo penal de sedición, la reducción de las penas por malversación, la ley de la memoria democrática, la ley del sí es sí, la ley trans, la ley de la eutanasia y un largo etcétera de ocasión. Si es necesario, se cancela provisionalmente el régimen parlamentario con la excusa de la pandemia. Todo vale contra los “poderes ocultos” y el “fascismo”. Todo vale –dicen- por y para el “pueblo”.  El grado omega del cinismo de la política.  

Eso y no otra cosa es el progresismo del PSOE que se aleja de la socialdemocracia clásica. El precio: el blanqueo de los sediciosos, de los profesionales del toma el dinero y corre, de los recolectores de las nueces de Arzallus y de los comunistas; el diseño de  una dinámica frentista que juega con la resurrección virtual del dictador, de una ingeniería social deliberada que busca la reeducación del ciudadano en los valores de la corrección soi-disant progresista, de una política económica que falsea/disimula datos y genera una deuda que habrá que reducir a golpe de sacrificio. Todo ello y la más que plausible desvertebración de la nación que puede convertirse en un agregado de “naciones” acampadas en el solar hispano.  

Tras la última victoria de Silvio Berlusconi en las urnas, Ezio Mauro –director de La Repubblica– publicó un artículo –L’eterno ritorno del Cavaliere, 16/4/2008- que brinda elementos para analizar y entender la época de la pospolítica italiana y, también, de la pospolítica socialista en la España del siglo XXI. Afirma el periodista italiano que “Il Cavaliere ha creado un sentimiento común de rebelión y orden que impulsa y agita…  porque no tiene que responder a una verdadera opinión pública ni dentro del partido ni en el país, sino que le bastan una adhesión, un aplauso, una vibración de consenso, como ocurre cuando la política se celebra a base de grandes acontecimientos, los ciudadanos se vuelven espectadores y los líderes se convierten en ídolos modernos”. Algo semejante ocurre en España.

Montesquieu: “yo no pido a la patria ni pensiones, ni honores, ni distinciones; me siento ampliamente recompensado por el aire que respiro; yo querría solamente que no lo corrompieran”.  

(El Debate, 7/9/2023)

El populismo de Pedro Sánchez y el ogro filantrópico socialista  

Al socaire de las elecciones generales, la hidra del populismo ha renacido en España de la mano de Pedro Sánchez.

Un populismo que reúne las características de todo populismo que se precie. A saber: exaltación del líder carismático; uso, abuso y secuestro de la palabra; invención de la verdad; utilización discrecional de los fondos públicos; reparto de la riqueza a cambio de obediencia política; impulso del odio de clase o partido; movilización social permanente; fustigación del adversario convertido en enemigo; desprecio por la legalidad democrática; cancelación de las instituciones liberaldemocráticas por la vía de la colonización. Por decirlo a la manera del ensayista mexicano Enrique Krauze, estamos ante un populismo que tiene una naturaleza “perversamente `moderada´ o `provisional´: no termina por ser plenamente dictatorial ni totalitario; por eso alimenta sin cesar la engañosa ilusión de un futuro mejor, enmascara los desastres que provoca, posterga el examen objetivo de sus actos, doblega la crítica, adultera la verdad, adormece, corrompe y degrada el espíritu político” (¿Qué es el populismo?, 2005).  

Pedro Sánchez rescata el populismo de izquierdas  a la manera de Ernesto Laclau. Un populismo –dicen-  que garantiza la democracia al incluir en la política al pueblo y satisfacer sus necesidades. Ejemplo: el Hugo Chávez que consigue que las masas se lancen a la arena de la historia al identificarse con un líder. Frente al liberalismo oligárquico, “el populismo –sentencia Ernesto Laclau-, lejos de ser un obstáculo, garantiza la democracia, evitando que ésta se convierta en mera administración”.  Pedro Sánchez adopta/adapta la teoría del filósofo argentino. Así nace el populismo neochavista de Pedro Sánchez. .           

Un populismo manipulador que se presenta como la voz del pueblo (la clase media trabajadora y los vulnerables), como reformista y redentor frente a la oligarquía ( poderosos, ricos, empresarios, banca, energéticas y corporaciones), como alternativa al liberalismo (hay que buscar un nuevo socialismo), como baluarte frente a la ola reaccionaria de la derecha (Partido Popular y Vox), como escudo frente a la degradación del medio ambiente y sus cómplices (negacionistas,  derecha y capital), como protector  de la mujer frente a la violencia machista (sólo sí es sí), como pacificador del llamado conflicto catalán por la vía del indulto de los sediciosos y la derogación del tipo de sedición.    

Un populismo que, a la latina manera, se corporiza en la figura de un líder, Pedro Sánchez. Populismo que va a la busca y captura  de la “masa disponible” que pueda morder el anzuelo –promesas sin solución de continuidad que se incumplen continuamente: el anzuelo populista es un garfio sin pez- de una vida mejor. Así se compran votos.

Misión imposible, la de la vida mejor, porque el populismo no crea riqueza, sino que la malbarata. Y ahí surge Papá Estado –Aló Presidente- con su artillería de subvenciones, bonos, descuentos, rebajas y un largo etcétera. El Estado del bienestar al servicio de la conservación del poder de nuestro populista. Pedro Sánchez sólo tiene un objetivo: Pedro Sánchez. ¿Quién pagará la fiesta? El tan querido pueblo –austeridad y estabilidad presupuestaria- que dice defender/salvar. El populismo ya tiene culpable: si en América Latina la culpa es de Wall Street y de los Estados Unidos, en España la culpa es de la banca, las grandes empresas y los supermercados.                    

Vale decir que el éxito del líder populista depende de la admiración que suscite, de la eficacia simbólica e inductora de la palabra, de la sugestión, de la transmisión de códigos inconscientes que se traducen en conscientes y se reproducen, del ethos de caudillo que logre transmitir, de la familiaridad que consiga comunicar o transferir al pueblo y, sobre todo, de su credibilidad.

Pedro Sánchez -irritable y faltón, corto de empatía-, que frecuenta la demagogia frentista, que remueve los sentimientos a la carta, inclinado a la soberbia, oportunista, de manifiesta ambición de poder, ha logrado imponer su marco político-social en una parte de la ciudadanía.  Pero, la falta de credibilidad del personaje en un amplio abanico de ciudadanos convierte dicho marco en un problema irresoluble. De hecho, Pedro Sánchez es una víctima de sí mismo que sigue tergiversando la realidad, que activa la alarma contra un fascismo inexistente gracias al cual sobrevive, que  se victimiza y carga la culpa a la derecha y a los medios de comunicación que la jalearían, que ajusta cuentas con algunos de sus socios de coalición –la izquierda se fortalece depurándose- de  los cuales ha sacado importantes réditos políticos, que responde a la trumpiana manera cuando las cosas le van mal. .

Si el sello editorial de Octavio Paz decidiera reeditar El ogro filantrópico –el PRI y sus manejos-, probablemente añadiría una adenda hablando de ese filantrópo –que asigna o reduce derechos, que perdona o se enoja, que reprocha o premia: seguidme sin rechistar, porque os señalo el recto camino que seguir- que se ha extendido desde la primera edición del ensayo (1979). La adenda  incluiría el PSOE de Pedro Sánchez.

(El Debate, 2/8/2023)            

El ADN del PNV

En declaraciones recientes, José María Aznar e Isabel Díaz Ayuso advirtieron que “no existe nacionalismo que no sea excluyente” y que “claro que hay conductas racistas también en la política [y] las hay en el PNV, es fundamento del Partido Nacionalista Vasco, ahí lo llevan”. Cierto. La exclusión se percibe en la obsesión enfermiza por la diferencia y la exaltación heráldica de lo que se considera –la identidad y la lengua, por ejemplo- lo “nuestro” y lo “propio” frente a lo “otro” y lo “impropio”. El fundamento racista del PNV se constata leyendo a Sabino Arana, fundador del partido. Si en su día Xabier Arzallus, presidente del PNV, afirmó que “la cuestión de la sangre con el RH negativo confirma sólo que este pueblo antiguo tiene raíces propias, identificables desde la prehistoria como sostienen investigaciones de célebres genetistas”; si dijo eso sin inmutarse, bien puede decirse, inspirándose en Sabino Arana, sin recurrir a los “célebres genetistas” de Xabier Arzallus, que el ADN racista del PNV existe.

Sabino Arana (1865-1903) es rotundo, tenaz, fanático, intransigente  e integrista.

1. Sangre, raza, lengua, carácter y costumbres:  Bizkaya es “tan antigua como su sangre y su idioma, con las leyes tradicionales que constituyen el Código de Bizkaya y su raza tradicional, costumbres y usos y lengua tradicionales, una nación desdichada víctima de la opresión más humillante y la invasión maketa, dominada por el españolismo, gobernada por un poder español y regida por leyes españoles y ese español que no pierde ocasión y medio en destruir en nuestra Patria el espíritu de nacionalidad, que ultraja el sello de nuestra raza”. ¿Qué somos? Respuesta: “raza, lengua, gobierno y leyes, carácter y costumbres, personalidad histórica, de carácter varonil, ágil, inteligente, hábil, emprendedor, señor y no sirviente”.

2. El roce con los españoles y la obligación de odiar: “entre el cúmulo de terribles desgracias que afligen hoy a nuestra amada Patria, ninguna tan terrible y aflictiva como el roce de sus hijos con los hijos de la nación española y por momentos va cambiando el espíritu de esta raza” Prosigue: “el carácter de los euskaldunes en nada se asemejará dentro de poco al de nuestros antepasados cuya hombría de bien, cuya sencillez y entereza le constituían en el modelo envidiado por cuantos lo conocían, necesitamos regenerarnos”. Conclusión: “sufrimos la tiranía social del odio, que restringe, niega y aniquila, que se presiente en movimientos y actos, en diversas expresiones, que ahoga y obliga a odiar, el justo odio a envilecidos que mantienen la injusticia, embaucadores, hipócritas”. Y es que “no somos nosotros solos los que estamos en esta nuestra desgraciada Patria. También están ellos. Y no sólo están, sino que hoy son ellos los que dominan”.

3. Escalofriante: “asestaremos nuestros golpes sin reparar en las personas de quien proceda el ataque, pronunciando sus nombres para que los conozca el bizkaíno de hoy y execre el de mañana en la lista histórica de los enemigos de su Patria: ¡dichosos aquellos antepasados nuestros que perdieron su vida por mantener incólume la independencia de Bizkaya! ¡Salve, Mártires de Patria!  Juré trabajar en la restauración de la Patria”.  

4. España se va a Dios gracias: que Bizkaya “se constituya en nación perfectamente independiente sin otras relaciones con España que las internacionalesen que los extranjeros residentes podrían naturalizarsey la ciudadanía bizkaína pertenecería por derecho natural y tradicional a las familias originarias de Bizkaya. ¡España! Eso se va, a Dios gracias. ¡Bizkaínos, vuestra es aún Bizkaya! Tenéis el derecho a reconstruir libremente conforme a su tradición la Bizkaya nación separada. ¿Morirá en vuestros días el noble Pueblo que vuestros padres mantuvieron libre y feliz a costa de su sangre? ¿No habéis llegado a comprender aún cuán perniciosa y mortífera es para Bizkaya la política españolista? ¿No os habéis desengañado aún de los partidos españolistas?” (Fuente: Antología de Sabino Arana. Textos escogidos del fundador del nacionalismo vasco. Introducción de Julio Eyara. Roger Editor. San Sebastián.1999)

Ahí tienen ustedes el Sabino Arana de vocación racista y xenófoba obsesionado por delimitar –frontera antropológica, racial, sanguínea, espiritual, caracteriológica, costumbrista, lingüística, histórica, nacional, política y onomástica-  los vizcaínos de los españoles considerados como razas diferentes. Españoles –extranjeros- que serían culpables de la decadencia vasca. El Nosotros vasco frente al Ellos españoles culpables por ser lo que son.    

Ahí tienen ustedes el Sabino Arana nacionalista que brinda ideología y acción al PNV ofreciendo un abanico de posibilidades que van de la independencia de la Nación al asestar golpes y perder la vida por la independencia y restauración de la Patria pasando por la creación o recreación de órganos administrativos o de poder como los fueros o el concierto económico.

Ciento cincuenta años no es nada y el ADN de Sabino Arana se ha transferido al PNV. Ya lo advirtió el editor de Sabino Arana cuando afirmó que Bizkaya por su independencia (1892) es un “libro despertador de conciencia nacional vasca y el que más inteligencias ganó para la Patria, en Bizkaya”. Concluye: “Fue su verdadero grito nacional, clarín de guerra y de combate”.

(El Debate, 24/6/2023)

Se es hombre o mujer de arriba a abajo

El título que ustedes acaban de leer se ha extraído del ensayo de Julián Marías La mujer en el siglo XX (1982). Ninguna feminista debería sorprenderse, ni escandalizarse, por la cita de un filósofo que siempre se quejó de que “la historia se ha escrito como si no hubiera más que hombres” al tiempo que defendía que la mujer no es “un apéndice inerte e inoperante” y reivindicaba “la fecundación [la fusión de lo masculino y lo femenino] de todas las disciplinas de nuestro mundo intelectual”. Sin embargo, el feminismo y el transfeminismo, influenciados ambos por las lecturas de Kate Millett o Shulamith Firestone, sí suelen incomodarse o irritarse ante una filosofía, o antropología filosófica, como la de nuestro pensador.

Hay algo en la filosofía de Julián Marías que acalora especialmente a un transfeminismo que enarbola, de forma exaltada, la bandera de la denominada ideología de género o autodeterminación de género. Al transfeminismo le enoja que Julián Marías afirme –después de razonar largamente- que “ser hombre y ser mujer, los dos siendo humanos son distintos, se trata de una masculinidad y una feminidad que tienen en común ser personas, que se necesitan la una a la otra para existir, pero que son radicalmente distintas” (Antropología metafísica, 1970). Sigue el enojo: la mujer ha “inventado algunas maneras de vivir que llevaban hacia la progresiva hominización del hombre” como el “estar en casa”, o “podemos definir a la mujer como la persona que tiene una vida femenina”, o “la condición sexuada acompaña a lo humano íntegra e inexorablemente”, o “se es varón para la mujer y se es mujer para el varón”, o “se es hombre o mujer de arriba a abajo, íntegramente”, porque no hay “nada en lo humano que sea simplemente humano, indiferenciado, neutro. La neutralización es una forma de abandono, de degradación”. Colofón: “cuando [la mujer] olvida los [rasgos] de la [condición] femenina, se despersonaliza” (La mujer en el siglo XX, 1982). 

Frente a ello, el transfeminismo exige que “se reconozca legalmente la identidad de género que una persona manifieste libremente, sin que deba someterse forzosamente a ninguna corroboración externa, sea médica (como intervenciones o diagnósticos) o de otro tipo (como la intervención de testigos)… [de esta manera] la ley estatal lo extendería al Registro Civil garantizando así el pleno reconocimiento de la identidad de las personas trans”(Francisco Peña Díaz, Por qué la autodeterminación de género es una cuestión de derechos humanos, 2021).

Para el transfeminismo solo existe la identidad de género –el género no coincidiría con el sexo- que cada cual elige -la autodeterminación de género, afirman- a la carta: ser varón o ser mujer. Cierto es que hay varones y mujeres que padecen la llamada disforia de género. Cierto es también que quienes padecen la disforia tienen derecho a buscar una salida que les permita vivir dignamente. Pero, también es cierto que el cambio de sexo no puede hacerse a la irresponsable manera de un transfeminismo que ideologiza la cuestión, que convierte lo trans en una suerte de moda o tendencia que seguir, que elabora –quiérase o no- un proyecto de ingeniería social deliberado, que diluye la pareja varón/mujer como si lo masculino y lo femenino no fueran otra cosa que una construcción cultural de obediencia patriarcal, que niega la condición de mujer y de hombre al no reconocer la existencia de ambos sexos. Al respecto, en su Diccionario de identidad de género (2020), la psicóloga Eli Soler recapitula y define las distintas identidades de género que existirían: agénero, bigénero, cisgénero, género fluido, intergénero, intersexual, no binario, pangénero, transgénero, transexual, trigénero y persona de sexo no ajustado o non conformig o genderqueer.

Por todo eso, el feminismo tradicional, incluso el feminismo denominado progresista, descalifica y ridiculiza al transfeminismo. ¿Cómo reivindicar los derechos de una mujer que -según el corpus ideológico transfeminista- no existe? Al respecto, la antropología de Julián Marías –recuerden: “se es hombre o mujer de arriba abajo, íntegramente”-, además de una bocanada de aire fresco, actúa como disolvente de una ideología profundamente antifeminista.

El transfeminismo español ha conseguido que el Congreso de los Diputados apruebe la Ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI. En síntesis: se puede solicitar por sí mismo ante el Registro Civil -a partir de los catorce años- la rectificación de la mención relativa al sexo, no es necesario ningún informe médico o psicológico para ello, se puede revertir la rectificación registral relativa al sexo cuantas veces se quiera. ¿El sexo como un apetito, o un afán, o un antojo, o un desiderátum? Esto es, se rechazan los informes médicos y forenses pertinentes en cada caso en favor de una política imprudente de consecuencias imprevisibles –médicas, biológicas, psicológicas, sociales o culturales- para el/la demandante. Así se impone un modelo social. ¿Acaso la condición de mujer es una decisión o una concesión administrativa? ¿Acaso la condición de mujer es un sentimiento? ¿Acaso la condición de mujer –o de hombre- se puede construir o deconstruir a la voluntad o a la carta por la vía de la genitalidad disidente o la sexualidad neutra?

Por lo demás, fuera deseable que el transfeminismo –obsesionado como está en firmar la defunción de la mujer como realidad biológica: según parece, la biología es una ideología conservadora o reaccionaria por culpa de los cromosomas, las hormonas, las gónadas, las glándulas o la anatomía- se preocupara de los riesgos, especialmente en los menores de edad, que comporta la ideología trans?

Si el feminismo tradicional y el progresista –desde la primera ola feminista impulsada por Olympe de Gouges y Mary Wollstonecraft y su Vindicación de los derechos de la mujer de 1792- han tratado, grosso modo, el asunto del sexo como  una cuestión de origen y poder, el transfeminismo da un paso –no hacia adelante sino hacia atrás- que pone en cuestión la propia condición femenina. Así las cosas, habría que restituir la realidad de lo femenino con su energía procreadora y sus patrones/valores particulares de conducta. A ver, ¿por qué no reivindicar la dignidad de lo femenino como un activo del feminismo?

(El Debate, 21/5/2023)

El supremacismo catalán que no cesa

Y en eso que TV3, en un programa autocalificado de humor, arremete –desconsideración, grosería y sevicia-, contra la Virgen del Rocío, las saetas y el acento andaluz. Claro que hay que asumir la libertad de expresión. Como hay que asumir también el respeto a las personas y las creencias. Vale decir que, en el caso que nos ocupa, no se trata de la libertad de expresión, sino del supremacismo que no cesa del nacionalismo catalán. El discurso de la parodia de la Virgen del Rocío y de los andaluces responde a la más genuina tradición xenófoba, chovinista y supremacista de los clásicos, antiguos y modernos, del pensamiento del nacionalismo catalán. Y no exagero.    

Ahí está Valentí Almirall –uno de los fundadores del catalanismo- que escribe que “hoy la gente castellana, considerada tanto en su conjunto o formando pueblo, como individualmente, está completamente decaída y degenerada… sus ideales son tan raquíticos como su imaginación atrofiada… inepta para toda empresa positiva, vegeta en la miseria moral y material… ha bajado a ocupar uno de los últimos lugares en el mundo civilizado” (1886). Ahí está Enric Prat de la Riba que sentencia que la “lengua catalana se caracteriza por la concisión y sequedad [y] la expresión de las cosas tal como son: al revés de las ampulosas formas de la castellana… [y]  que el elemento enemigo de Cataluña y [que] desnaturaliza su carácter es el Estado español… casi todos los hechos de nuestra historia posteriores a la llegada de la dinastía castellana, incluyen algún agravio” (1894). Ahí está Joan Maragall –poeta nacional de Cataluña- que explica que “por la noche he ido al teatro: género chico… y también una ola de sangre me ha subido a la cara, pero de vergüenza. En este hermoso país tan verde y suavemente montañoso, este tristísimo género chico, hijo de la aridez y de un funesto cierre en uno mismo, es una horrible profanación” (1905). Ahí está Josep A. Vandellós –teórico del nacionalismo catalán de la Segunda República- que habla de “esta invasión pacífica formada principalmente por gente no catalana… [que pone en peligro] el patrimonio espiritual de nuestro pueblo, la cultura y el carácter de nuestra gente… en el aspecto físico por lo que atañe al predominio de los elementos de raza catalana… perderemos nuestras mejores esencias… se creará una nueva patria distinta” (1935). Ahí está Heribert Barrera –dirigente de ERC que llegó a ser presidente del Parlament de Cataluña durante la Transición- que advierte que la corriente migratoria “pone en peligro nuestra identidad nacional… la inmigración no ha constituido para  Cataluña ningún beneficio… si continúan las corrientes migratorias actuales, Cataluña desaparecerá… [hay que] evitar por todos los medios que haya otra invasión de población no catalana” (1979 y 2001). Ahí está Jordi Pujol que escribe –posteriormente rectificó por partida doble: 1977 y 1997- que “el hombre andaluz es un hombre destruido, generalmente poco hecho” y que “vive en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual” (1958 y 1976). Y Manuel de Pedrolo –escritor nacional de Cataluña- que culmina la faena: “los extranjeros que se infiltran entre nosotros” (1967). Xenofobia, chovinismo y supremacismo a flor de piel.

Una tradición –la identidad propia catalana versus la identidad impropia española- que se instaura durante las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX y se consolida de forma paulatina durante la Transición y primeras décadas del siglo XXI. Algunos ejemplos concretos, al respecto: durante la benéfica Segunda República, en la frontera entre Barcelona y Hospitalet de Llobregat, ERC plantó un cartel –lo cuenta el historiador Chris Ealham en su libro La lucha por Barcelona. Clase, cultura y conflicto 1898-1937 (2005)- en donde se leía “Aquí empieza Murcia”; una Murcia que toma cuerpo en unos bloques de pisos, construidos en Badalona durante los 60, conocidos popularmente como La Condomina por albergar a cientos o miles de migrantes murcianos. Vale decir que para el nacionalismo catalán cualquier migrante español –murciano, andaluz, extremeño, aragonés, gallego, etc.,- es un murciano. En otros términos, un charnego.   

Una manera de marcar, marginar y tratar despectivamente al Otro, al forastero, al intruso. Una manera de distinguir lo propio catalán de lo impropio español. Una dicotomía identitaria que hoy perdura. Ejemplos de la vida cotidiana: la marginación de la lengua castellana en la escuela, la relegación de los funcionarios de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado en la lista de vacunación o la no renovación del contrato laboral de una sanitaria andaluza por criticar la prueba de acceso –la lengua, de nuevo- a la plaza de funcionaria de la Generalitat de Cataluña. De ahí, de la dialéctica propio/impropio, del complejo de superioridad, surge la parodia de la Virgen del Rocío.  

El complejo de superioridad del nacionalismo catalán no es sino la manifestación de un nacionalismo populista de estrema destra marcado por el narcisismo primario, la afirmación heráldica, el etnicismo y el etnolingüismo de bajo vuelo, el síndrome de la  nación elegida y la víctima inocente, y el chovinismo y la xenofobia patrioteros y excluyentes que quieren colonizar la Cataluña plural realmente existente.  

En el mes de septiembre de 2012 –año de inicio del “proceso”-, el semanario alemán Der Spiegel, en un reportaje sobre el populismo localista emergente en la Unión Europea, hablaba del “nuevo egoísmo”. Vale decir que Der Spiegel ilustraba el reportaje con una fotografía de la Diada catalana de 2012.  

(El Debate, 19/4/2023)